Los caminos más ortodoxos del desarrollo de una vida espiritual plena proponen que el grado de participación de la naturaleza divina es proporcional al conocimiento que se ha adquirido de un ser superior o un plano trascendente en esta vida terrena.
Esta rama dura de la espiritualidad más asceta responde a patrones de conocimiento medieval, que centra el proceso en un método de demostración de la existencia de Dios y al despojo de nuestra corporalidad. Renunciar al mundo y a la materialidad no es un camino de búsqueda equilibrada en este plano físico que nos toca vivir. Pretender conocer en el sentido práctico lo inabarcable del mundo espiritual es no entender el lugar que ocupamos en el universo. La mejor manera de pararnos frente a este desafío es pararnos firmes con nuestros pies sobre la tierra y extender la mirada posible hasta el cielo más extenso.
Recorrer los caminos de la espiritualidad nos pide permanecer como niños, que reconocen su pequeñez y lo esperan todo de sus mayores; sin inquietarse por nada.
Ser pequeños en la búsqueda de la espiritualidad es no atribuirse virtudes extraordinarias. La vida espiritual no consiste en repetir sistemáticamente prácticas contemplativas y piadosas; es una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en manos de un Amor Superior.
Es como la humildad de las flores que esperan ciegas, en un pliegue de su capullo la fuerza que las hace florecer en plenitud.
En este preparado las Flores se hacen una, tendiendo puentes energéticos hacia un camino que trasciende lo mental, en busca de las Verdades Superiores que nos ponen en sintonía con la Fuente Creacional del Universo.